El caleidoscopio gira y gira creando en cada instante nuevas imágenes. Nosotros damos vueltas y más vueltas dentro de él. Cambiamos de sentido y seguimos caminando. Estamos en la tangente, en ese punto en el que o te agarras bien o sales despedido. Pero tenemos que tener precaución detrás nuestra se han incorporado nuevos viajeros.
Ellos nos siguen, pero nosotros no sabemos a dónde vamos. Como el flautista de Hamelin arrastramos a todos los niños a nuestra tonada. De pronto pasa la peor, nosotros salimos despedidos de una de las vueltas y ellas se quedan sola, ensimismadas, sin saber que hacer y en ese momento es cuando me doy cuenta eran ellas las que realmente, con sus sinuosas curvas les seducían. Con su ligero ir y venir de carreras quedaban atrapados en un estado de hipnosis del que no podían salir. Son forzados a ser bonitos de repetición, como en el juego lo que hace la madre lo repiten los hijos.
Ellas solo seducen con sus instintos naturales de forma inconsciente, ni siquiera se dan cuenta del efecto devastador que pueden causar con una mirada fugaz, con el pequeño esbozo de sus sonrisas o con el más leve involuntario roce de su mano.
Son tan distintas que los niños están atrapados, solo las pueden seguir, lo harían hasta el fin del mundo si hiciera falta.
Pero (no se porque siempre hay un pero) el hechizo termina, la pócima deja de hacer efecto y como si de un sueño se tratase todo vuelve a la normalidad, los niños desaparecen y nosotros continuamos por nuestro caleidoscopio sin sentido.