Marruecos III (Perdidos por el Atlas)

Aquella chica de ojos profundos era la única que sabía de nuestra llegada, desde su posición privilegiada nos tenía perfectamente localizados en todo momento, lástima que no hubiera sido invitada.

Llegábamos tarde, todos los sabían, menos nosotros. Pero al fin y al cabo nadie nos había invitado.

Los primeros en recibirnos fueron ellos, ya sabéis quién os digo, aquellos que siempre sonríen y nos les cuesta llorar, pero, en fin, por algo tienen la mente pura y el corazón lleno. Estaban alucinados de la repentina fiesta de disfraces y ninguno se atrevía a tomar la iniciativa. Con sus pupilas dilatadas en exceso por la curiosidad y el iris negro como el azabache nos vigilaban y estudiaban, mientras temían la llegada de los otros, de los que mandan, de los que siempre imponen sus razones.

Por fin uno de los «otros» hizo acto de presencia, con su sola sonrisa delató que las cosas no son como aquí. La chica seguía observándonos, nos miraba desde su balcón de barrotes invisibles, era la versión real de Escarlata O’Hara cuando recién enviudada se tiene que quedar sin bailar detrás de un mostrador, durante la fiesta. A aquella chica también se le iban los pies. Nos mira, no nos pierde ojo, pero sin embargo ella no está invitada.

La fiesta empieza, los anfitriones nos atienden con todo lo mejor, nos embriagan con agua, nos nutren con halagos. Pero todos guardan distancia, es una fiesta en la que solo nosotros podemos bailar. El resto mira.

Bailamos y bailamos son tocar el suelo, todos flotamos en una nube que nos da vueltas y vueltas. Nuestra conversación se ve mediada por el viento, no puede ser de otra forma. Volamos, comemos, bebemos y por su puesto bailamos. El baile es inmortalizado en un instante de placer.

La fiesta se acaba, nos echan por así se lo dicta el corazón y las entrañas son mucho más sabías que los sesos. Su pelo negro, su mirada clavada y su corazón roto nos dice adiós, aquella chica nunca podrá acudir a una fiesta de disfraces.

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